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25/8/07

La ilusión no ilusa.

No sé cómo aún estuve cuerdo. Caminé inútilmente por el hogar para tratar de descubrir una ilusión que sabía que no existía, pero la buscaba con todo mi fervor guiado por unas falsas ilusiones y unas banales esperanzas. Desordené inútilmente camas, esteras, armarios, fogones y todo lo que no se movía en búsqueda de aquello que no existía. No desistía, porque creía que esto sería más inútil que lo que estaba haciendo. Grupos de bacterias conjuntas insistían e insistían. Yo pasé de ellas, y terminé por hastiarme de ellas. No debió de quedar ni orden en la casa cuando desvirgué el último rincón que quedaba. Divagué con la posibilidad de que podría estar en los alrededores, y tras un uso inútil de la mente para mis propios intereses, puse a andar mi cuerpo por estos rincones desconocidos para mí.

En tierras hostiles, me sorprendí con la amabilidad de los que sólo pretendían saludarme. Mi enferma mente debía abandonar la idea de que eran orcos vikingos mamados por Loki. Lo que no concernía a mi casa, o sea, el exterior, no resultó ser la hostil tierra de Islandia, sino el pacífico interior de una comunidad de vecinos compuesta por pisos de sólidos ladrillos que miraban con altanería al resto. Erik el Rojo no estaba aquí, para mi sorpresa. Excavé en mis recuerdos divergentes y entonces situándome en la época, pude suponer que Erik el Rojo fue alimento de los gusanos, que a su vez fueron pasto de todo tipo de bichejos. Buf, si profundizo más, me volveré loco. A lo que iba, la ilusión que deseé con todas mis fuerzas no se encontraba en la comunidad. Debí de ver caras de tatuaje en los vecinos por cada pregunta que les hacía. Quizás para futuras actualizaciones no me crean y apunten el número del loquero. Luego decidirán en una votación de éstas que se hacen llamar democráticas para decidir si me mandan a la simulación del Mar del Norte.

La cruel luz del sol me atoisgaba en aquellas tierras aún más amenazantes y desconocidas para mí. Ya nadie me miraba con consideración, por lo que debía de ser un extranjero en aquellas desconocidas y bárbaras tierras. El sol y el extranjerismo me desmoralizaban, amén de la leche fresquísima que sin duda asquearía a todas las Brunildas del mundo. Es que eso de la pasteurización no debe de sentar demasiado bien, aunque digan que es un gran logro humano -¿por qué lo dirán? ¿por gracia divina?-. Mis piernas se comían los metros del duro suelo, sin exigencias ni parsiomonias ni nada que se le parezca. Esa ilusión me conminaba a hacerlo todo por ella. No sabía lo que era, pero supuse que era algo que podía cambiar mi vida, por lo que salía como alguien que puede buscar a Dios hasta en el último rincón del mundo, aunque sepa a jarabe para el que lo busque. No adelantaré nada para no desilusionar a nadie. Metros y metros fueron cayendo, luego vendrían los kilómetros.

Aquellos kilómetros, propios de una novela fantástica, resultaron bien diferentes. Oí ruido de monos que no debieron cumplir las reglas de Darwin -¿serían tan locos como para comprar papel higiénico con los distintos apuntes de Darwin? Yo apuesto a que sí-. Pero un sonido más molesto vendría por parte de coches y motocicletas. Quizás estén bien fundamentadas las quejas que presentan miles de vecinos al ayuntamiento todos los años con respecto a eso. No es tan complejo salir a ver la realidad para que te des cuenta de que los problemas no están salpimentados porque sí. Metódicos eran un rato, te lo aseguro... Es que ver cómo los coches esperan atentos al acecho de la luz verde me recuerda a aquel cuento inventado por algún escritorzuelo de poca monta en el que una gacela se aburre de correr, y quiere tomar el papel del león... Sólo sé que mi madre me mandó a dormir cuando iba a ver el final. En lo que llaman capital de estado cada vez las posibilidades de encontrar la ilusión se reducían en sencillas partes. 1/2, 1/4, 1/8, 1/16, 1/32, 1/64,... Maravillosas matemáticas, destinadas a incordiar a todo aquel que no se quiere meter en camisas de siete varas.

Y de las camisas hablaré. Quizás el excesivo consumismo de camisas por mi parte fue lo que hizo que mi ilusión se fuera dilapidando. Aunque bien monas que quedaban, ¡eh! De hecho, creo que alguna mujerzuela me vio con la camisa puesta. Nunca creí que iban a centrar la atención en mí, todo un Thor de la vida... ¡Oh, la ferretería! Deseaba un martillo con toda mi fuerza, pero había ido lejísimos y no conocía a ningún Gaspar. Además, no podía montarme en ninguna nube. Aunque los psicólogos dicen que si no puedes estar en una nube física, puedes estar en una nube montada por tu propia mente. O lo que llaman estar en una nube... Sin embargo, no tengo ninguna cosa con la que puedo estar en una nube. ¿Será mi mala visión para los negocios lo que ha provocado ello? ¿Por qué nadie quiere aceptar mis preciosos vasos en forma de cuerno? ¿Es que le recuerdan a un miembro en posición de relajación? ¿Le recuerdan que está impotente? Gaspar me sabría recomendar, ergo, sería el que me guiaría por el buen camino. No obstante, no debía montar castillos en el aire y seguir tirando de mis músculos para buscar esta ilusión que parecía tenerme miedo.

Gaspar gastaría lo que fuera, mientras no superara el precio de un mísero martillo, en la ilusión para ayudarme a acortar el camino. En realidad, era un experto contable, así que eso no cuenta, pero sé que su empresa ya cotizaba en bolsa. Tenía que felicitarle. Sin embargo, hay un momento para las ilusiones y otro para la educación. Mi "yo" malo derrotó en tres asaltos a mi otro yo, así que decidí ponerme en marcha por el camino ilusorio. Era una tortura, debía de estar lleno de piedras afiladas que minarían mi yo. No lo recuerdo bien, sólo sabía que seguía adelante. No rendirme, ésta era la premisa. Quizás hubiera algo en mis gustos que evocara esta ilusión. Mi autosicología excavaba y excavaba. De tanto esfuerzo, supuse que era una ilusión comprable -¡ja, ja! ¡pobres ilusos aquellos que creen que las ilusiones no se comercializan! ¡subestiman la voracidad capitalista!-. Y que además no valía demasiado. No obstante, no todo el monte es orégano, porque no pude especificar cuál era el objeto prometido por la ilusión.

No hacía falta hablar para ver cómo todos los mitos de Arcadia eran enterrados. Ya lo hacían mis pies por mí. Ya empezaban a tener agujetas y sentían un umbral de dolor que jamás había experimentado -ya creo que mataré al que engaña a los niños con dioses y historias de éstas si tengo un día la licencia de caza-. Toda fuerza tiene un límite, y en medio de una calle de un tranquilo barrio residencial me desplomé sin más. Tenía los pies totalmente destrozados y mis fuerzas flaqueaban del todo. Cualquier periodista urbano del estilo de Hunter S. Thompson hubiera dicho: "Un chico sin vida que estaba en una misión compleja, producto de su banal estupidez, cayó en medio de un modesto barrio, tras describir con hechos su estado físico". Y posiblemente tendría razón. Fui un estúpido, pero por aquella época no pensaba en nada y perseguía una ilusión para dar un poco de pimienta a mi vida. Suena estúpido... Oh, ¿quién no es estúpido cuando no tiene nada que hacer en la vida? Somos demasiado cobardes para el suicidio, por lo que optamos directamente por la estupidez y el autoescarnio. Preferimos que los vivos se mofen de nosotros, a que se mofen gusanos que sólo se alimentan de nuestro dolor existente.

Desperté en casa de una anciana. Creía que en la ciudad eran más modernos, pero supongo que hay de todo. De todas maneras, no necesitaba el olor del hospital y un frío equipo de médicos, porque la anciana me cuidó muy bien con sus remedios naturales. Pude probar una miel como no la había probado en ninguna otra parte de la ciudad. Por suerte, me hizo pocas preguntas. Aunque me despidió con un "¡oh, animalico! ¡pobrecito, no te esfuerces tanto!". Sonó cariñoso, y no soy alguien que esté como un témpano, precisamente. Así que devolví lo que debía devolver a la anciana. Me apunté su dirección, todo hay que decirlo. Y en este plan, diré que es tan tradicional que no tiene teléfono. Vamos, el tópico de toda anciana forzosamente emigrada del mundo rural. Con unos pies mejorados, me sentía como un robot nuevo y perseguí lo poco que quedaba de la ilusión. El deseo se iba perdiendo... Aún cuando era testimonial, tuve problemas para mantenerlo. Ya sólo faltaría que tuviese que pagar por la libre acción de mi interior. Aunque con el capitalismo emergente, no debo fiarme. Si me descuido, veo mi alma vendida en Ebay.

En un inoportuno y rápido giro de cabeza vi una licorería. Por fin reconstruí totalmente el deseo, pues vi un vodka que se llamaba "Stalin". Lo vi hace mucho tiempo, y recuerdo que lo bebí. Su sabor se me quedó en el subconsciente, por lo que se me quedó esa ilusión en el consciente. Al final debí retractarme de mis propios insultos. Me disculpé, por lo que fui raudo, con el poco dinero que me quedaba, a por el vodka. Por supuesto, lo guardé en mi preciada nueva bolsa con la marca de la licorería y su dirección. Quizás lo hagan así para el bien común. Me sentí realizado por una vez en la vida, y había conseguido mi tesoro en estas crueles tierras. Me derrotaron una vez, pero la anciana me echó una mano. Me dejó cerca de la licorería, quizás la incluya en mi lista de héroes. Al lado de Thor y de estos lunáticos que creen que por estar en una nube pueden hacer de todo.

Sin embargo, me chocó un poco porque era el único deseo que tenía en la vida. Ya lo había realizado. Ahora, ¿qué? No me podía morir, porque tenía una familia a la que amar, la de mis preciados muñecos de la mitología vikinga. Pero debía buscar metas para echar sal a la vida, por lo que mi cerebro se vio sometido a otra jornada de trabajos forzados con un salario ridículo. Ahora puedo decir que he encontrado la salsa de la vida, pero no se la desvelo a nadie porque supondría contar otra historia ridícula. Y tengo calambre en las manos. ¡Ah! Y aún conservo algo de mi cordura. Y les digo a todos que nunca digan "no". Excepto si te dicen que no tienes que pagar impuestos. Esto es un cuento chino.

1 comentario:

JumaX9 dijo...

Muy bueno, en hora buena.

Y las posiblidades de encontrar la ilusión en aquel lugar eran, casualmente, el nº del teléfono de aquella anciana tan buena cuando vivía en la ciudad.