Debíamos ir a clase. 10 alumnos esperábamos a la profesora. Llegó, fue al aula y nos encontramos con una revelación: la gente que había en el lugar salió. Estaba claro que aquí ocurría algo raro. En efecto, aquel séquito saliente nos acompañó y las dos profesoras –sí, la que comandaba aquel séquito también cuenta- confabularon para llevarnos a un sitio extraño, infrahumano e indigno de un colegio de “gran categoría” como es el de La Polca.
Antes pasamos por interminables pasillos con ríos de cemento, lenguas de granito y chorros de aire frío. En mi paranoia habitual, sospeché que nos llevaban al Infierno, con su azufre, sus lenguas de lava, sus ríos eternos –Caronte no encontró un nuevo empleo y padece estrés- y música de la peor (Bísbal, reggaeton, éxitos de los noventa y demás fauna). Uno de los séquitos acabó en el lugar aquél. En nuestro caso, nos hicieron subir una escalera para acabar en un sitio desconcertante, sin nada de interés turístico.
Estábamos esperando en un lugar situado en el segundo piso del colegio. Disponía de una gran ventana que permitía una visión completa de los monótonos tejados del colegio y parte de Madrid. Además tenía un hueco de escalera que imponía (en mi caso, me daba vértigo). La profesora bajó al primer piso para acabar en un despacho con una pizca de azufre. Se vio encerrada en la más farragosa burocracia jamás conocida por terruño alguno, con el objetivo de conseguir la llave que terminaría con nuestra situación desconcertante. Tuvo que firmar 35 documentos. Pasaré a identificar algunas cláusulas de aquellos contratos, como:
-¿Desea ser párticipe de nuestros espectáculos de pelea de cucarachas?
-Concuerdo con el solicitante, cedo un 10% de los derechos de mi patrimonio durante 6.359 años.
-Todo el material escolar que tenga será destruido al instante, ¿acepta?
Sin embargo, no bastaba con freír a una mano desentrenada en el noble arte de firmar. También tenía que embaucar a los vigilantes para obtener la llave. Una interesante combinación de pericia y estrategia. Mientras todo ocurría, nosotros teníamos en mente la orden de la profesora: “Esperad”. No sabíamos a dónde nos enviarían. Lo mismo debieron de sentir los judíos cuando les mandaban a las duchas de los campos de concentración de la Alemania Nazi.
Mis compañeros hablaban de cosas banales. Yo miraba hacia abajo y pensaba, en un alarde de banalidad: “si tiran a una vieja al hueco, ¿qué? Oh, ¿me tiran? Malos augurios veo en mi vida”. Al final, la profesora llegó con la llave. Abrió. ¡No éramos los francotiradores del Infierno! ¡Arriba! Estábamos en la parte superior de un inofensivo salón de actos. Una mujer daba charla. No me enteraba de nada y contemplaba de lado a lado el salón. ¡Ag! Una foto de Juan Carlos en pose viril, posando para la revista oficial del Estado. ¡Cuatros aires acondicionados! Fuá, qué gusto.
Aquí termina mi micción, misión o como lo quieran llamar. Una mujer acompaña a la conferenciante. No es el Diablo sino mi jefa de estudios. Nada ha ardido, nadie ha llorado, no hay víctimas. Váyanse. Lo han visto todo.
Las locuras del jardín inexistente, más información en su editorial preferida.
¡Nos han invadido!
Noticia de IMPACTO, nos hemos mudado a Wordpress. Si queréis seguir con CDE, Cerebro de Espuma II
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